Intervento del P. Generale - Castellano

POBRES Y ABANDONADOS: HE AQUÍ LOS NUESTROS

La Familia de Murialdo al servicio de los últimos

1.- Premisas

Hay algunos significativos y característicos elementos de novedad en este, nuestro encuentro, que vale la pena poner de relieve porque nos indican el valor, el sentido y la importancia que este tiene para todos nosotros.

En primer lugar, este evento que nos reúne aquí en Londrina no comienza hoy. Se inició muchos meses atrás en las diversas provincias y naciones donde vive la FdM y ha encontrado eco en una sección especial del sitio murialdo.org, que nos ha ido presentando semana a semana experiencias apostólicas, reflexiones bíblicas, profundizaciones carismáticas.

La sección del “forum”, por tanto, ha permitido a muchos el intervenir en primera persona, el dialogar con otros; por esto, podemos decir, que la participación al Forum de Londrina es mucho más numerosa y significativa de esta aún grande que se ve hoy en esta sala y que este momento es el vértice de un proceso que, iniciado ya tiempo atrás, se propone no concluir con la finalización de este forum, sino permanecer vivo entre nosotros como elemento cualificante y unificante para la construcción de la misma realidad de la FdM: la pasión por los niños y jóvenes pobres y abandonados.

Otro elemento significativo, al cual nos estamos agradablemente habituando y del cual ya no podríamos hacer de menos, es el de encontrarnos juntos como FdM, realidad de laicos/laicas, religiosas/religiosos fascinados y unidos en el carisma de Murialdo.

Entre otras cosas, la FdM que aquí se ve reunida proviene de diversas partes de mundo y celebra su dimensión internacional e intercultural, dando continuación al la experiencia del seminario Pedagógico de Buenos Aires y anticipando, por así decir, el gran encuentro que la reunirá en mayo del 2010 junto a la tumba de San Leonardo Murialdo en Turín.

La FdM no es más parte de nuestro libro de sueños: es nuestra realidad, nuestro camino y también nuestra esperanza para continuar a dar vitalidad y actualidad al carisma en el servicio a los jóvenes y para la construcción del Reino.

En fin, me parece importante poner de relieve desde el principio que nosotros estamos aquí no para hablar o para compartir un tema cualquiera o una cuestión abstracta: el tema del forum toca nuestra vida, su sentido, porque va al corazón mismo del carisma apostólico que San Leonardo Murialdo ha vivido y que nos ha dejado en herencia.

Hablar de “pobres y abandonados” significa para nuestra vocación y para nuestra vida aquello que para una pareja de novios significa escuchar la canción que los hizo enamorarse. Es un tema que hace vibrar la interioridad y el espíritu, que nos entusiasma y nos une, que consolida nuestra pertenencia más allá de toda dificultad, que despierta el espíritu y la conciencia para cuestionarnos si estamos de verdad y siempre, con todo el corazón, de su lado, y tenemos la valentía de hacerlo saber a ellos y a todos.

2.- Murialdo nos habla

El texto más conocido de Murialdo sobre los jóvenes pobres es aquel que contiene las famosas palabras: “Pobres y abandonados: he aquí los dos requisitos que constituyen un joven como uno de los nuestros...” (Scritti, V, p. 6).

Fue compuesto para una conferencia a los maestros – asistentes del Colegio de los Artesanitos, en 1869, y luego fue de nuevo propuesto a ellos en 1872.

Esta expresión debe entenderse, en su origen, como dirigida a explicar cuáles son los jóvenes acogidos por la Asociación de Caridad y, en particular, aquellos del colegio.

Confluyó en el Reglamento de la Congregación de San José del 1873, entrando así en el carisma josefino y, con el tiempo, en el de la Familia de Murialdo, realidad más extensa, germinada de a poco, varios decenios después.

Vale la pena, yo creo, poner ante todo las mismas palabras de Murialdo y su mismo comentario:

“Pobres y abandonados: he aquí los dos requisitos que constituyen un joven como uno de los nuestros, y cuanto más pobre y abandonado, tanto más es de los nuestros. (...) ¡Pobres y abandonados! ¡Qué hermosa es la misión de atender a la educación de los pobres! y ¡Cuánto más hermosa aquella de buscar, de ayudar, de educar, de salvar para el tiempo y para la eternidad a los pobres y abandonados!

Abandonados en el aspecto moral si no es en el material.

[...] Nuestros jóvenes son pobres, son muchachos, y agreguemos además, a veces cualquier otra cosa menos que inocentes.

Pero, esta última característica, si bien en sí misma no agradable, ¿debería quizás hacernos quererlos de menos? ¿ hacerlos, se me permita la expresión, menos interesantes?

Quizás nosotros olvidamos algunas veces esta condición de los jóvenes a los cuales entendemos consagrar nuestra vida.

Apenas un joven se muestra amargado o malvado, de carácter indisciplinado o poco disciplinable, rebelde a la educación, orgulloso, obstinado y fijo en el mal, o andando de mal en peor, al momento nos enojamos, nos desanimamos, y desearíamos que ese pobrecito nos quitase todo fastidio de encima y se fuera a otra parte él y sus vicios.

Que un joven en torno al cual todo esfuerzo resulta inútil ( con tal que realmente se haya hecho todo el esfuerzo posible), un joven que además de no mejorar no da esperanza alguna de mejoramiento, un joven sobre todo que arruine y corrompa a compañeros inocentes, que un joven así deba ser separado del contacto con los otros, quién podría negarlo?

[...] Pero, no debemos, todavía, ser demasiado fáciles a cansarnos, a desanimarnos, a desesperar. No debemos olvidar que, recogiendo abandonados, debemos esperarnos encontrar jóvenes que tengan toda la ignorancia, la rudeza y los vicios, que nacen de un estado de abandono.

Si se tratase incluso de jóvenes pertenecientes a familias bien constituidas y cristianas, no deberíamos maravillarnos de encontrar defectos e incluso vicios en los niños; porque si ya fueran perfectos... ¿para qué educarlos? Y sus familias, quizás, no nos confiarían a sus hijos para educarlos, como se da a veces una tierra inculta, dura, árida para cultivar, trabajar, arar, arrancar las malezas, antes de sembrar la buena semilla.

Por tanto: ¿qué debemos esperar nosotros que acogemos jóvenes recogidos de la calle, o a veces que vienen de parientes insociables o escandalosos?

[...] Su miseria moral debe conmovernos aún más que la material, y en lugar de indignarnos perder rápidamente la paciencia y la esperanza, nos debe animar a trabajar con entusiasmo y llenos de compasión alrededor de estos infelices, verdaderamente no rara vez más infelices que culpables, y tal cual probablemente seríamos nosotros, si como ellos hubiéramos sido abandonados” (San Leonardo Murialdo, Scritti V, pp. 6-8).

El 14 de septiembre de 1880 Murialdo da un discurso al segundo congreso católico piamontese que se estaba realizando en Mondoví, en la provincia de Cuneo.

Su exhortación para que se atendiera a los jóvenes pobres estaba dirigido a una ayuda también material, pero especialmente de tipo educativa y religiosa.

La actualidad de este texto es verdaderamente sorprendente.

Escuchado hoy nuevamente es una invitación a abrir los ojos sobre todo para ver a los adolescentes y jóvenes pobres, porque quizás, el primer engaño de la sociedad y de las culturas en las que vivimos es de tratar de hacerlos invisibles.

“Dirijan un instante la mirada alrededor de ustedes. Vean cuántos jóvenes pobres, abandonados, extraviados, en las ciudades o en el campo. Víctimas infelices de la miseria, y muchas veces del vicio de otros, vagan por las calles, por las plazas, por los prados y campos. Son huérfanos, o han sido abandonados por su padre, emigrado a un país lejano. No tienen a nadie que les enseñe cuál es su noble destino, que les haga amar la virtud, que les ayude a escapar del vicio que han abrazado sin conocer o valorar del todo su horror.

Abandonados a sí mismos, juntándose con jóvenes mayores de edad y ya expertos en el vicio, crecen en la vagancia, en la ignorancia y en la esclavitud de las pasiones que ahora son todavía insipientes, pero que, si no son combatidas, crecerán como gigantes.

Esta es la población del futuro, ella será eso que la habrán hecho: cristianos o impíos, respetuosos de las leyes o revolucionarios. Estos niños que serán pronto adultos, ¿frecuentarán la iglesia o los bares, vivirán de su trabajo o del robo y la violencia, serán el honor de la familia o se inscribirán en las logias antisociales, defenderán la patria o incendiarán monumentos?

Hoy ustedes pueden acercarse a este pequeño pueblo, educarlo, hacerlo cristiano. Mañana sería demasiado tarde: huirán seducidos por las doctrinas de la incredulidad.

Es una de las cuestiones más graves aquella que se afronta en el humilde y silencioso trabajo de los institutos de educación popular. Reflexionen sobre este gran peligro social y vengan a dar una mano a quien intenta luchar contra los peligros que amenazan la sociedad”. (San Leonardo Murialdo, Scritti IX, p. 153).

3.- Una icona de referencia: el buen samaritano

Me agrada siempre, cuando desarrollo una reflexión para mi o para otros, buscar en el Evangelio un punto de referencia, una icona, porque en las palabras que Jesús ha dicho y en las cosas que ha hecho creo que nosotros podemos siempre encontrar inspiración y motivación.

Para desarrollar la reflexión sobre el tema de nuestro forum propongo referirnos a la parábola del “buen samaritano”, relatada por el evangelista Lucas, en el capítulo 10 de su Evangelio.

Conocemos el desarrollo de la parábola y no lo repito aquí.

Me detengo sólo en la actitud del samaritano hacia el hombre asaltado por los ladrones y dejado medio muerto al costado del camino, porque esta es la imagen, el fotograma de la parábola sobre el que deseo reflexionar.

En él se ve aquello que cada uno de nosotros es en relación con el joven pobre y abandonado: aquel que se hace encuentro.

Pero, no con la actitud de aquel que desde lo alto de sus seguridades o desde la solidez de su posición se acerca a quien está en la necesidad, sino con el ánimo del indigente y del necesitado.

En esta actitud, me parece, se encuentra el sentido justo también de la relación educativa con el joven pobre y necesitado.

¿Por qué el samaritano se ha detenido?

Porque al igual que el hombre tirado al costado del camino se sentía un pobre, un marginado, un desgraciado: es la conciencia de su límite la que lo hace cercano a aquel hombre, la que anula la distancia.

Es la conciencia de la propia debilidad y la propia pobreza que libera el amor en el sentido evangélico, que nos lleva a aproximarnos al otro como un modo posible de completar nuestra pobre humanidad.

Quien se siente completo en sí mismo, fuerte, rico y sin necesidad de los demás, irá a su encuentro de un modo equivocado: con la actitud de quien da desde lo alto su limosna, del rico que da al pobre.

Pero, ¿quién es el rico? ¿quién es el pobre? Aquí las cosas están totalmente al revés: paradojalmente, les digo, que aquí el samaritano se hace próximo a aquel hombre herido porque él, ante todo, el mismo samaritano, tiene necesidad de aquel encuentro.

En el fondo, es el sentimiento que Murialdo nos expresa cuando nos habla de los jóvenes pobres y abandonados, escribiendo: “tal cual seríamos nosotros, si como ellos hubiéramos sido abandonados”.

La proximidad evangélica, que encuentra su lugar de expresión para nosotros también en la relación educativa, nace del vivo sentimiento de que nuestro ser se completa en los otros. Y, cuando amamos, nosotros no damos, sino que recibimos.

Cuando ayudamos a los demás, en verdad, estamos ayudándonos a ser nosotros mismos, a completarnos como personas. Pero, la revolución se cumple antes en el corazón: yo tengo necesidad del otro y aquel, al cual restituyo la vida, es quien me hace vivir.

Esta es la lectura “al revés” de la parábola del samaritano, que pone en discusión también nuestro modo de ver y de encontrar a los “pobres y abandonados”, que normalmente no son lindos, ni simpáticos, ni fáciles. Son para nosotros “los lejanos”, los “últimos”.

Pero vean, cuando nosotros decimos, por ejemplo, “lejanos”, presuponemos la elección de un “centro”, de un punto de referencia. Y, normalmente, cuando se dice “lejano” se entiende “de nosotros”, de nuestra posición, de nuestra condición, de nuestra sensibilidad.

Si nosotros permanecemos como centro de referencia, quien está lejano, para poder acercarse a nosotros, debe cambiar justamente aquellos aspectos por los cuales nosotros lo sentimos lejano. Debe aceptar las condiciones que nosotros le ponemos.

Si, en cambio, somos nosotros los que intentamos acercarnos, entonces aceptamos el lejano por aquello que realmente es; aceptamos, nosotros, ponernos en movimiento, abandonando el lugar seguro de nuestra tranquilidad.

Entramos en un territorio desconocido, si saber del todo si estamos adecuadamente preparados para afrontarlo. Arriesgamos. Pero, en este riesgo de acercarnos a los lejanos, apostamos a la humanidad que hay en ellos, atrás y adentro de toda apariencia.

Por tanto, acercarnos a quien, por alguna razón, está lejano de nosotros es un deber no ante todo en relación a él, sino en relación a nosotros mismos. Cada hombre que ignoramos o evitamos es una porción de humanidad insustituible que eliminamos de nuestro horizonte.

El primer paso, en este cuadro de referencia, es siempre el más difícil, porque empeña a reconocer la dignidad del otro, sea quien sea, a recuperar la dignidad humana que hay en él, más allá de toda maldad.

El es íntegramente hombre, más allá de sus actitudes y de sus comportamientos.

El es mi compañero de viaje, solidario conmigo en la humanidad: hermano.

Resulta también importante, en esta perspectiva, aceptar el interrogarse y el tratar de entender en qué medida pueden entrar en nuestra acción educativa y en el servicio que desarrollamos algunas tentaciones.

Ante todo, la tentación de vivir el servicio como una privación de alguna cosa nuestra en favor de los demás. Y entonces, quizás, tengamos momentos en que recordamos (o “echamos en cara”) todo aquello que estamos haciendo porque no se le da el uso que nosotros esperamos... como cuando un padre desilusionado dice a su hijo: “¡Con todos los sacrificios que hago por ti!”.

Servir es una acción desinteresada, gratuita. Quien dona es feliz porque dona.

No se puede entrar en deuda consigo mismo. La mentalidad de quien “se sacrifica” por los otros es la mentalidad autodestructiva de quien tiene necesidad de hacerse estimar, de obtener reconocimiento para poder tener estima de sí mismo. Tanto es así que, cuando se desanima, denuncia la falta de reconocimiento por parte de los demás.

Otra tentación posible es aquella de vivir el servicio como “propiedad privada”, área reservada. Protegemos a la persona que queremos ayudar con una red atrapante; le impedimos tener contactos directos y personales con otros, queremos filtrar todas sus relaciones, convencidos que sólo nosotros sabemos cuál es su verdadero bien.

En el fondo, estamos transformando una dependencia parcial en una dependencia total y absoluta de nosotros. Nosotros llegamos a ser “lo único” de su vida: lo mejor y también lo peor, amado como indispensable y odiado como aquello que impide con su exceso de bondad el acercarnos libremente a los demás.

Otra tentación, todavía, es aquella tener segundas intensiones, esto es, de pedir alguna contraparte a cambio nuestras fatigas. La cosa absolutamente más difícil es saber renunciar a las gratificaciones personales, a sentirse decir “gracias”, a ver el reconocimiento de aquellos a los que se trata de ayudar.

Justamente de la experiencia de Murialdo, nosotros aprendemos que puede amar profundamente no tanto quien se empeña con enorme esfuerzo de voluntad a amar, sino quien más simplemente descubre y sabe de ser amado.

La última tentación a la que quisiera referirme es la “preocupación por el resultado”: ¿Nuestra acción educativa debe producir algún cambio visible en quien es su destinatario? ¿Y si no se dan los cambios esperados? ¿Y si la situación incluso se vuelve peor?

Normalmente nuestras crisis de impotencia se verifican cuando nos falta la respuesta a ciertas expectativas.

Pero, si servir es ya una acción suficiente por sí misma, el resultado está ya en la acción. Del resto, si viene alguna otra cosa más, es todo gracia de Dios.

El grano crece también cuando los agricultores duermen: la eficacia de nuestras acciones jamás está totalmente en nuestras manos. Y, además: ¿Cómo se hace para establecer si un determinado efecto es realmente un resultado? ¿Cuáles son los criterios para evaluar los resultados? Normalmente se siguen criterios externos, cuantitativos (tantos jóvenes, tantos grupos, tanto índice de agrado...). Estos resultados son más bien signos, indicaciones actuales y positivas, pero no son jamás criterios ciertos de que hayamos encontrado la fórmula justa.

El verdadero resultado está ya en el amor, en la confianza que alcanzamos a poner en la acción; es ya una gran cosa que yo alcance a tener confianza en quien no habría jamás creído; es grande el hecho que yo olvide algunos miedos que han frenado por años mi vida...

La acción educativa educa a quien la hace junto a quien la recibe.

Probablemente el verdadero don que el joven difícil, el “pobre y abandonado”, nos hace es aquel de ponernos contra las cuerdas, de ayudarnos a descubrir aquello que nosotros somos realmente, dándonos el deseo de llegar a ser siempre más nosotros mismos.

4.- El educador: aquel que se hace encuentro

Hay otro párrafo del Evangelio que me parece muy inspirador para mostrar nuestra relación de educadores con los niños y los jóvenes pobres y abandonados.

Es el encuentro de Jesús con Natanael.

La primera reacción de Natanael es la de rechazar a Jesús: “¿Puede venir algo bueno de Nazareth?”. El llega a conocer a Jesús sólo porque Jesús lo ha reconocido primero: “Te he visto cuando estabas bajo la higuera”.

El encuentro educativo comienza con el “reconocimiento” de aquellos a los cuales nos dirigimos.

Quizás los pobres, los lejanos, los últimos, tienen un cierto resentimiento hacia nosotros, hacia los ambientes de la Iglesia, porque tienen la impresión, no del todo injustificada, de ser para nosotros invisibles.

En la Encíclica DeusCaristasest, Benedicto XVI escribe que “mirando con los ojos de Cristo yo puedo dar al otro mucho más que las cosas externamente necesarias: puedo darles la mirada de amor de la cual él tiene necesidad” (n. 18).

Los jóvenes construyen su identidad esencialmente de dos modos: con el consumo y con las relaciones.

La ropa que ellos usan, sus piercing, su modo de peinarse, todo esto proclama: “Soy yo”.

La segunda manera de reivindicar la propia identidad está constituida por la red de amigos y de la familia.

Es necesario, ante todo, amar a los jóvenes así como se presentan, antes de amarlos como serán o como nosotros esperamos que lleguen a ser.

Es un desafío nada fácil para nosotros. Numerosos adolescentes y jóvenes, justamente de aquellos más “nuestros”, se presentan con una identidad cuyas raíces familiares están rotas o son “irregulares”.

Reconocer estos jóvenes significa también amar sus relaciones.

Debemos también tratar de comprender aquello que los jóvenes nos dicen de sí mismos y del mundo, y tratar de entrar en esta concepción.

La mayoría de ellos, probablemente, cree en Dios, pero en un Dios que permanece en un segundo plano para resolver sus problemas y sus crisis. Estudios recientes nos revelan que muchas veces ellos están felices de vivir sin referencia a la trascendencia. La mayoría no experimenta aquel vacío que permitiría a ellos acercarse a Dios.

Están simplemente felices por vivir en el mundo ordinario, día a día.

Su rechazo de la religión no es para nada agresivo. Como decía un joven: “¡Si la fe te conviene, bien; pero si no es ese el caso, déjala!”.

Los jóvenes quieren ser felices. Pero la felicidad que buscan es frágil y amenazada.

Deben luchar para defenderla de un mundo marcado por la violencia, los abusos, la droga, la miseria en las ciudades, la rotura de la familia.

Sobre todo es una felicidad obligatoria. En los Estados Unidos, después de comprar, los comerciantes saludan a los clientes con la palabra “enjoy!”. ¡No se es libre de sentirse cada tanto desafortunado! “No es fácil hacer reconocer la propia tristeza cuando la felicidad parece realizable. Por esto en los jóvenes la tristeza puede representar una fuente importante de vergüenza, de soledad escondida”.

5.- Una señalización para nuestros caminos

La vida de cada uno de nosotros es una calle hecha de recorridos, a veces difíciles, a veces fáciles, a menudo alternativos. A lo largo de esta calle es importante poner señales significativas, que nos ayuden a no perder el horizonte, sobre todo cuando viene la oscuridad y la confusión que nublan el objetivo y la meta.

Querría indicar algunas de estas señales para el educador: proféticas, inevitables, esenciales.

La primera señal es la persona.

La persona es un mundo por descubrir, un proyecto en continua evolución, un ser armonioso que expresa unidad y diversidad. La persona es el otro en continuo diálogo y realización. Es la interacción y el intercambio; el centro de todo interés global, por lo tanto sujeto y objeto de crecimiento recíproco. De aquí el centralidad de la persona. Siempre.

Por esto es necesario que la persona encuentre en nuestros lugares educativos el propio espacio emotivo, afectivo, intelectual, cultural y político. Un lugar dónde cada uno sea sí mismo y sea valorizado por lo que es, y no por lo que da o logra dar.

No existe la masa, existe la persona con su historia, su vivencia social y familiar. Allí está necesario injertar una pedagogía que pueda ser respetuosa de las exigencias y de los recursos de cada joven.

La segunda señal a lo largo la calle es ésta: he encontrado humanidad.

Quiere decir: siempre he dado respeto, siempre he razonado con mi cabeza y enseñado a hacer igualmente. He buscado de liberarme y de liberar de los conformismos; de ser crítico, por tanto, abierto a la comparación, a lo diferente, al debate, a la búsqueda de lo mejor.

Tercera señal: la solidaridad. "Abre paso a los pobres, sin abrirte paso": un eslogan que ha hecho época en Italia algunas década atrás. Siempre actual.

Los otros no son un instrumento para que yo llego a algo, más bien tengo que ser yo un instrumento para que los demás lleguen a ser alguien. El problema de los demás es igual al mío. Salir adelante juntos es la política. La solidaridad también es justicia. No hay nada que sea tan injusto como hacer partes iguales entre desiguales.

Otra señal: la política. Este término asume un sentido diferente y más noble de como normalmente se lo entiende.

En un texto de don Milani, Carta a una profesora, leo a este respeto un paso fulgurante: "Quien ama las criaturas que están bien permanece apolítico, no quiere cambiar nada. Conocer a los chicos de los pobres y querer la política es todo uno. No se puede amar a criaturas marcadas por leyes injustas y no querer leyes mejores; para todos, y no sólo para sí."

La quinta señal: los educadores.

¿Quién es el educador?

Don Milani escribía, (perdónenme, cito a los autores que conozco y que me han marcado): "Los maestros son como los curas y las prostitutas. Se enamoran rápidamente de las criaturas. Si luego las pierden, no tienen tiempo de llorar." Una frase amarga.

Todavía les dijo a los enseñantes, y a mí me parece de sentir el eco de ciertos discursos de Murialdo: "¿Lucharíais para el niño que tiene más necesidad descuidando el más dichoso, como se hace en todas las familias? ¿Os despertaríais con el pensamiento fijo en él, para buscar un modo nuevo de hacer escuela, diseñado a su medida? ¿Iríais a buscarlo a casa si no vuelve? ¿No os daríais paz por qué la escuela que pierde a Gianni es no se digna de ser llamada escuela?"

El educador le da al chico todo aquello en lo que cree, ama y espera. Y el chico nos añade algo que él tiene dentro de sí, que nosotros lo ayudamos a "tirar fuera" (e-ducere).

Educar significa acompañar, guiar. Un autor dice: "El educador es aquel que sabe auto-educarse y educar a la belleza. Es una finalidad sin vuelta de eficiencia, por lo tanto es eficaz." Educar significa proponer a sí y al otro, investigar por sí y por el otro, un diferente punto de vista por el que se pueda decir: la vida puede ser bonita.

El educador es el que sabe educarse y educar al lo difícil. En el gimnasio de la vida se encuentran muchos obstáculos: hace falta afrontarlos solos y junto a otros.

El educador es el que sabe auto-educarse y educar a la aventura, entendida como el ya ir más allá del dato, del ya hecho.

El educador es el que siempre tiene la brújula en mano, para ir más allá.

Cansancio y desilusiones no tienen que detenernos.

Vladimir Jankelevitch escribe acerca de esto: "Tanto repetidos inviernos no han disuadido la naturaleza del producir flores. Largos reveses del escarnio, del fracaso, de la desconfianza no han servido de nada, porque la primera tibieza de la primavera siempre nos encuentra locamente olvidadizos. Recordáis la pequeña anémona: mientras triste observa por la tarde su pequeña copa cerrada y rígida con un sentido de amargura y pena, él la anémona, nos dirige una sonrisa irónica. Después de la avidez de sol de todo un día no podía sucederme otra cosa, pero queda conmigo. Hacia el alba tus ojos se cerrarán por el sueño mientras mi copa se abrirá de nuevo por una nueva avidez de sol de todo un día nuevo."

El educador es el que tiene dentro una pasión y la expresa con el regalo de sí.

El encontrarse, aquel en el que los hombres no pasan sencillamente uno junto a otro, o se cruzan solamente por un breve tramo de calle, no es nunca una pura casualidad.

Pueden aparecer buenos pensamientos a los que no se habría pensado nunca antes, se pueden cumplir acciones que no se habrían cumplido nunca si no se hubiera encontrado a una determinada persona, experimentando su amistad y su amor.

Y difícil educar sin juzgar, sin esperarse resultados, pero el educador es aquel que da a fondo perdido. Da incansablemente y puntualmente todo, sin ningún interés, pensando solamente a hacer el bien del otro: ¡abre paso a los pobres, sin abrirte paso!

Los chicos necesitan padres. Desaforadamente, nunca como hoy, los chicos hacen experiencias de orfandad de madres y padres. Esta ausencia marca sus corazones, que sin embargo custodian deseos y aspiraciones que son como aquellos de todos los otros.

Necesitan amor y atención. Tienen sed de valores, también cuando los reniegan y los traicionan porque ellos mismos han sido traicionados: de la vida, de los adultos, de las instituciones, de las agencias educativas que habrían tenido, en cambio, que tener el papel de educarlos a la vida.

Vivir junto a los chicos y jóvenes con problemas -ustedes me lo enseñan- significa sin embargo enriquecerse de algo que quizás los chicos de vida más tranquila no pueden ofrecer.

Su característica es ser extremadamente cariñosos, generosos, altruistas: ¡saben arriesgar en el bien y en el mal!, pero, cuando logran emprender el sendero del bien, pueden quizás llegar a ser santos!

6. Conclusión

También los "pobres y abandonados" tienen sueños.

Nosotros somos custodios de sus sueños.

¿Pero como transformar los sueños en realidad?

Creo que en síntesis o como hipótesis de trabajo podríamos contestar que hace falta hacer un trabajo educativo, un trabajo cultural, un trabajo político.

Ante todo un trabajo educativo, en la que ya he llamado: la "pedagogía del reconocimiento".

Nosotros sabemos que sin confianza en los chicos y en los jóvenes no hay educación: Murialdo lo enseña. En cada chico hay un recurso, un punto sobre el que hacer palanca, pequeño a lo mejor, pero siempre hay. Esto significa tener una pedagogía del reconocimiento de sus capacidades. También en el chico más difícil hay un recurso: nuestra tarea es "reconocerlo" y valorizarlo.

El Seminario Pedagógico de Buenos Aires ha concluido que la marca de identidad del FdM es la "pedagogía del amor", que sus lugares educativos son aquéllos donde el chico y el joven se sienten acogidos, escuchados, respetados, acompañados personalmente; aquéllos donde cada uno se siente decir: "Ven: aquí hay un lugar para ti!."

Eso tiene que ser verdadero especialmente para el joven "pobre y abandonado."

Más fácil a decirse que para hacerse.

Es una verdadera praxis educativa a contracorriente y alternativa, porque muchas veces los mejores lugares tienden a defenderse a sí mismos, rechazando o alejando a quien molesta.

El lugar educativo del FdM asume en cambio con seriedad este desafío: no defenderse a sí mismo, sino defender sobre todo al último, al pobre, al más difícil, para que sea sobre todo él quien sienta decir en nuestro entorno: "Ven: aquí hay un lugar para ti!."

El trabajo cultural consiste en la "pedagogía de la esperanza".

Pedagogía de la esperanza quiere decir ayudar el chico a "memorizar el éxito", porque ellos tienden generalmente a memorizar más la derrota que el éxito; memorizar el éxito quiere decir, de algún modo, ofrecerles las capacidades de creer en sí mismo y de poner como centro las cosas bien hechas.

El tercer elemento es la "pedagogía de la alianza", es decir el empeño a tejer una red de relaciones virtuosas con todos los que, por diversos títulos, quieren y buscan de veras el bien de los chicos y los jóvenes.

Y éste es el trabajo político. Educar nuestras ciudades, valorizar el voluntariado, hacer crecer los recursos educativos que están entre nosotros y alrededor de nosotros y hacerles convertirse en recursos políticos.

Creo que sobre estas sendas más fácilmente daremos alas a los sueños de los chicos y los jóvenes, que son nuestros sueños, que son el sueño de Dios para un mundo mejor.

Nosotros haremos juntos, con convicción y con tenacidad, nuestra parte. Seguiremos haciéndola juntos, como FdM: una familia de educadores a servicio del Reino.

Gracias de vuestra escucha. Buen trabajo.

d. Mario Aldegani


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