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Sexta línea de acción

  

Desarrollar formas de colaboración, corresponsabilidad y comunión entre los miembros de la FdM, permaneciendo abiertos a la posibilidad de crear comunidades caracterizadas por la vida en común

 

La posibilidad de vivir nuevas relaciones entre religiosos, consagrados y laicos que se reconocen en el único carisma murialdino es un regalo y una responsabilidad que en este momento el Espíritu nos confía.

Es, en el fondo, cuánto emerge de los capítulos y de los diversos documentos oficiales de la Congregación y también de las contribuciones de los otros miembros de la Familia de Murialdo; cómo ejercer tal responsabilidad en fidelidad al don que se nos ha dado es la tarea a la que estamos llamados a realizar. Es en definitiva la esencia de la vida consagrada: permanecer siempre en escucha del Espíritu para seguir su voz.

En estos años se están intentando diversas soluciones o modalidades de relación entre religiosos de diferentes institutos y entre estos y los laicos; no siempre los caminos emprendidos han llevado a soluciones compartidas y esto es debido al hecho que no son pocas las dificultades en comprender si se trata de calles sin salida o de respuestas que sólo tienen que superar las inevitables dificultades iniciales.

Como distinguir unos de otros no es tarea fácil, pero creo corresponde a todos nosotros, religiosos y laicos, interrogarnos sobre lo que estamos haciendo; entender cuál es el camino a seguir es una responsabilidad que no es delegable a nadie, que ningún instituto o ninguna comunidad religiosa puede confiar a otros sin traicionar la propia tarea y el sentido de su misma presencia.

Si la regla suprema de toda vida consagrada es seguir Cristo según las enseñanzas del Evangelio y si esto se concreta "viviendo y custodiando la experiencia espiritual y apostólica del fundador, profundizándola y desarrollándola en las diversas situaciones a servicio de Cristo y de los hombres", entonces es propio de la vida consagrada el estar en búsqueda, siempre "in fieri", nunca definida ni encerrada en sus modalidades de actualización del carisma.

Quizás sea verdadero que se está completando una fase de la vida consagrada en la que las modalidades de actualización del carisma pasaban a través de estructuras carismáticas y jurídico-administrativas bien definidas, quizás el futuro nos reserva nuevos modos de leer nuestra consagración y nuestra dedicación a los jóvenes pobres. De hecho estamos llamados, hoy más de ayer, a saber distinguir lo que es esencial y que funda nuestra identidad de religiosos, consagrados o laicos, de lo que nos ha distinguido y caracterizado en una particular fase de la historia.

Entonces el tentativo de discernir nuevas posibles formas de relación dentro de la FdM exige ser vivido con conciencia y responsabilidad: la conciencia que cada idea y propuesta, como cada realización histórica, está marcada por la imperfección y la parcialidad; y por la responsabilidad de una constante verificación de nuestras realizaciones para entender si y cuánto corresponden a lo que el Espíritu sugiere a la Iglesia.

Nuestra congregación ha recorrido sólo una parte de este camino, lo encontramos marcado por etapas que han sido fijadas en los diversos documentos oficiales o en las realizaciones y experiencias que en muchas partes del mundo están caracterizando nuestro estilo de relación. Recorrer este camino puede ayudarnos entender de dónde venimos pero sobre todo puede darnos alguna ayuda para entender la dirección que el Espíritu nos indica.

Haciendo propias las indicaciones del Vaticano II que delineó una nueva imagen de la Iglesia y nuevas relaciones entre sus diferentes miembros, la eclesiología de comunión ha reconducido la experiencia de la vida consagrada al ámbito del camino del pueblo de Dios borrando el aislamiento en que se encontraba y reconduciéndola al centro de la experiencia de vida de los creyentes en el mundo.

Volviendo a llamar los institutos al redescubrimiento y a la actualización del carisma originario también ha ayudado a nosotros, Josefinos,  a llevar la luz a la espiritualidad originaria y al valor de la vida fraterna y nos ha hecho redescubrir el gran don de la presencia del mundo laical y de la radicalidad del empeño hacia los jóvenes más pobres.

En el Capítulo Especial de 1969 por tanto se vuelve a hablar del laicado como "contribución a valorizar" pero sobre todo se recomienda la creación de "relaciones amigables, facilitadas por la común vocación educativa, ofreciendo a los laicos colaboración, remuneraciones adecuadas, posibilidad de cualificación profesional, asistencia religiosa etc…" Es en este momento que se reconoce explícitamente el valor de la presencia laical en la "comunidad educativa", caracterizada como sujeto principal de la actividad apostólica.

En el Capítulo General de 1976 fue reafirmada esta centralidad de la comunidad educativa y se aclaraba su identidad señalando su composición mixta entre laicos y religiosos y subrayando el clima de familia que tenía que caracterizar sus relaciones y la corresponsabilidad en la gestión del proyecto educativo.

Pero muy pronto el contexto socio-cultural de marginalización de lo sagrado, de radicalización de las tensiones sociales y malestares intergeneracionales y el relativismo en relación a los valores ha agudizado el malestar ya provocado desde hacía tiempo por otros cambios en acto, esta vez internos a la vida religiosa: la persistente disminución de las vocaciones, el aparecer de nuevas formas de vida consagrada, el empeño de muchos religiosos en campos apostólicos menos específicos, la crisis de visibilidad de la dimensión testimonial.

En el Capítulo General de 1982, casi como respuesta, se indican nuevas modalidades de colaboración entre laicos y religiosos y la necesidad de caminos de formación, reconociendo el derecho-deber del laicado cristiano de participar, según el carisma propio, a la obra evangelizadora de la Iglesia

Aquí inicia una nueva fase de reflexión y diálogo que lleva a leer la identidad laical de manera diferente: si hasta entonces los laicos eran considerados sustancialmente "colaboradores" y ejecutores de las líneas de acción de los religiosos (que en las obras se reservaban los puestos clave y especialmente los que tocaban más directamente el ámbito educativo), ahora se leen a la luz de las reflexiones ofrecidas por el Sínodo apenas concluido: llamados por Cristo y enviados a cumplir su misión salvadora.

La revaluación de la vida laical como otro camino posible hacia la santidad y el progresivo debilitamiento de un modelo de apostolado causado también por los nuevos espacios ocupados por el Estado (que impone además una progresiva profesionalización del empeño apostólico) parece testimoniar el fin de un modelo de vida religiosa que hasta ahora de algún modo parecía tenerse en pie.

El Capítulo General de 1988 pone la mirada a las respectivas identidades y resalta la utilidad de una real colaboración: reconoce la vocación laical como mediación necesaria para los religiosos en vista de la comprensión de las situaciones del mundo, de la familia y de la cultura, mientras que ve como propio de la vocación religiosa el ofrecer a los laicos una tensión profética tanto personal como comunitaria.

De particular importancia la afirmación según la que "la presencia de los laicos junto a los religiosos Josefinos sigue a siendo un elemento estimulante para nuestras comunidades y constitutivo para nuestras obras": el encuentro con el mundo laical no marca por tanto la identidad del religioso, dado que esta viene de otro fundamental encuentro con la persona de Jesús y con su estilo de vida; diferente en cambio es el discurso para las obras: en este ámbito es posible pensar en formas de relación diferente, en identidades que se completan recíprocamente y que se revelan ambas "constitutivas."

Se delinea por lo tanto una posibilidad de "gestión compartida" entre religiosos y laicos del proyecto apostólico y se restablece con más vigor la necesidad de itinerarios de formación no sólo dirigidos a los laicos sino también a los religiosos, para educarlos a la colaboración, al trabajo en equipo, a la participación democrática, al respeto de los contextos en que se opera.

Es en este capítulo que se inicia la reflexión sobre los roles directivos  confiados a los laicos: "El compartir con los laicos nuestra vida y nuestro carisma puede llevar algunos de ellos… a asumir, en las formas que los superiores competentes juzgarán oportunas, específicas responsabilidades en la dirección de las actividades, especialmente educativas y de asistencia".

Es en el Capítulo General de 1994 que es indicada en cambio como prioritaria la elección de la comunión con el laicado: el focus pasa de las necesidades apostólicas y de gestión de la Congregación, (a las que los laicos daban su fundamental contribución) a las instancias de la Iglesia, a las que Josefinos y laicos están llamados a responder juntos.

Es una conversión a la fraternidad a la que la Congregación se siente llamada y por esto reconoce que debe poner a disposición del mundo todos los recursos de que dispone y de modo particular los laicos que le son más cercanos y que comparten el carisma del fundador.

Un Carisma que es leído no más como propiedad de la Congregación (puesto que se trata de un regalo del Espíritu a la Iglesia y para la Iglesia y para el mundo) que se siente parte de una "Familia Carismática" que tiene su centro propio en la adhesión a este carisma.

Una Congregación que vive sus elecciones y sus proyectos apostólicos no más como única referente, responsable y gestora: su presencia en un determinado lugar está en función del crecimiento del pueblo de Dios en esa zona, dónde es llamada a actuar, y lo hace asumiendo junto a los laico de aquel mismo lugar la responsabilidad de responder a tal tarea.

Frente a la alternativa de una división de las responsabilidades (a los religiosos la animación y la cura de la espiritualidad y del carisma, a los laicos la gestión de las estructuras y de lo cotidiano) elige el camino de la corresponsabilidad y de la comunión: la construcción común de un proyecto y el compartir un sueño.

En la carta Circular n° 7 de 1995 p. Luigi Pierini recordaba "la urgencia de un camino de verdadera y profunda conversión hacia una fraternidad… con todos aquellos que Dios ha convencido  que la riqueza del carisma de Murialdo se manifiesta en plenitud cuando se concreta en los diversos modos de vivir la vida cristiana y hace madurar una comunión de vocaciones".

De estos estímulos, la comprensión de la Familia de Murialdo cuál "nueva realidad en la que se dilata y se enriquece el carisma espiritual y apostólico del Fundador" y el consiguiente nuevo modo de vivir las relaciones dentro de la FdM: "Dios nos pide dar una expansión más amplia con respecto de lo hasta ahora estaba fijado en función de MR 11".

En aplicación del Capítulo General de 1994 el Superior General, en los años siguientes, animaba a experimentar formas de colaboración entre hermanos y laicos en la gestión de las obras y pedía que en cada provincia fuera elegida al menos una obra en la cual encaminar y experimentar una forma de dirección compartida con los laicos.

Es el principio de la experimentación del “Consejo de la Obra”, una tentativa de realizar una comunión de intentos sobre el terreno menos dificultoso de la obra apostólica.

Es, en efecto, de aquellos años la exhortación apostólica Vida Consagrada que daba indicaciones bien precisas para la gestión de las relaciones entre religiosos y laicos y sobre la implicación de este últimos en las actividades y en el compartir el carisma: incluso viendo con simpatía y optimismo este acercamiento, invitaba sin embargo a estar atentos para que la identidad de la vida interior de un instituto no fuera perjudicada. Más neta la posición con respecto de los roles de responsabilidad: "Es de tener presente entonces que iniciativas en las que estén implicados laicos también a nivel decisional, para ser consideradas obras de un Instituto, tienen que perseguir sus objetivos y ser actuados bajo su responsabilidad. Por tanto, si  los laicos asumen la dirección, ellos responderán de tal conducción a los Superiores y a Superiores competentes".

Por tanto, si la identidad de una obra esta dada por su lectura y situación jurídica cuál presencia y actividad de un Instituto religioso en un determinado contexto, esta actividad no puede ser confiada a los laicos, ni menos aún a organismos mixtos, si no a pacto que la última palabra y responsabilidad le quede al superior del mismo instituto.

Es el motivo por el cual el Consejo de la Obra, incluso configurándose como un organismo de participación, en último caso está llamado a someterse a las indicaciones de la congregación y en su totalidad y en cada uno de sus miembros está sometido a las decisiones de los superiores religiosos locales y provinciales.

¿Si pues esta vía permite sólo en parte una real comunión, qué otros senderos son posibles?

Después de la sustancial confirmación del camino de búsqueda por parte del Capítulo General XX, indicaciones más precisas fueron ofrecidas por el siguiente Capítulo, el XXI que abre inmediatamente perspectivas que hasta ahora sólo eran tales en las intenciones de unos pocos o en las diversas tentativas de actuación que se había intentado realizar.

El Capítulo, en efecto, ve "con interés y confianza la experimentación de las comunidades integradas" e invita a promover "también otras formas nuevas de vida comunitaria, con adecuados instrumentos de análisis  y verificación".

Se ha llegado por tanto a una indicación de camino que, si bien no quiere disminuir el valor de la colaboración y el corresponsabilidad, indica sin embargo la comunión como la modalidad más completa de vivir las relaciones dentro de la FdM.

La progresión parece indicar una dirección bien precisa hacia el desarrollo de la relación entre los miembros de la Familia de Murialdo, pero no creo que signifique también el asumir juicios de valor o el reconocimiento de menor o mayor cercanía con respecto a compartir el carisma.

Los diversas modalidades con las que se expresa y es vivida la relación entre los diversos miembros de la FdM están en estrecha dependencia de los contextos dentro de los que se desarrollan históricamente las relaciones interpersonales y de las características que los diferentes sujetos dan a la relación misma.

Tampoco las tipologías de actividad son neutras desde este punto de vista. Algunas modalidades de vivir relaciones y corresponsabilidad son más fáciles en algunos ámbitos apostólicos que en otros y las mismas dimensiones de las comunidades religiosas y de las estructuras de las obras influyen en estas relaciones; por no hablar también de la personal sensibilidad, formación, costumbres de vida y de gestión de las relaciones con la propia y la ajena experiencia de fe.

Admitir la legitimidad de cada concretización histórica de las relaciones, comprender y aceptar que no en todos los contextos es posible realizar experiencias de corresponsabilidad o de comunión, significa reconocer los diversas posibilidades de concreción de la FdM sin crear escalafones de grado.

Colaboración y comunión sin embargo no son la misma cosa y la profundidad del compartir la experiencia carismática en la FdM no se mide sólo por el grado de adhesión personal al carisma, sino también por el nivel de implicación en la relación entre los diferentes miembros de la FdM.

Éste es indudablemente un modo diferente de entender y vivir el carisma; para muchos es todavía sólo una idea o un sueño a ojos abiertos, para otros quizás una meta a alcanzar. Para todos ciertamente un desafío, también para quién no la acepta o no cree pueda constituir una real posibilidad de futuro, puesto que en juego está, si bien no tanto la presencia del carisma murialdino en la historia y en nuestros lugares, lo está ciertamente las modalidades con que hasta ahora lo hemos vivido y realizado.

Quizás podamos cambiar nuestras preguntas de siempre, dejar las perplejidades sobre el "cómo conservar el carisma”, o "cómo seguir conservando el don del pasado" para volver atrás y entender cómo el Espíritu ha actuado, cómo ha movido a los corazones y las personas para pedirles algo nuevo e inédito.

La opción realizada por el Capítulo General XXI, que reconoce la identidad de la Congregación sólo dentro de una eclesiología de comunión y de una "comunión de vocaciones que para nosotros toma el nombre de Familia del Murialdo", deempeñar las comunidades josefinas "a abrirse, a leerse, a integrarse y a experimentarse cada vez más en una comunión de vida, en congregación, ampliada a la Familia del Murialdo" parece estrellarse con muchas dificultades de diferente orden que obstaculizan su comprensión y demoran su realización.

Pero la verdadera comunión exige de todos un paso más, a todos pide que nos liberemos de nuestras propias seguridades para encontrar realmente al otro y a los otros. Sólo tenemos que entender cuál es el lugar en el que debemos realizar esta comunión.

Es evidente que ninguna forma de comunión puede poner en riesgo las identidades individuales: religiosos y laicos tienen que permanecer tales y como tales reconocibles por su estilo de vida y de relación tanto dónde se realizan espacios de vida común, cuanto dónde la comunión sea vivido a nivel apostólico.

En este caso, sin embargo, para que se pueda dar una verdadera experiencia de comunión, se tiene que tratar de un "lugar" neutro, pensado, construido y administrado juntos y no de uno que haya sido primero de alguno y luego benévolamente compartido.

Porque esto ha sido hasta ahora el carisma y esto son todavía las obras de la congregación, terreno de alguno.

Fruto de años de sacrificios y fatigas, don recibido del fundador y desde siempre conservado y transmitido. Pero en forma exclusiva, casi como propietarios.

Ha hecho falta un Concilio para que pudiéramos darnos cuenta que el don verdadero es aquel particular modo de leer la presencia de Dios en la historia y en la vida, aquella particular sensibilidad que nos acompaña y que el fundador primero ha hecho suya y nos la ha transmitido.

Pero su verdadero don es la docilidad a la presencia y a la propuesta del Espíritu en el amor a los jóvenes más pobres; responder a esta presencia es un don y un deber de todos y cada uno, no sólo de los religiosos, sino de cada miembro de la Familia de Murialdo.

El "lugar" de encuentro por tanto sólo puede ser tal si es de todos, sólo si es construido por cada uno, sólo si nadie puede reivindicar el derecho a decidir en exclusiva.

La acción apostólica no puede vivir ciertamente sin concretarse en acciones, solidaridad y atención concreta; la atención y el amor por los últimos, por los jóvenes más pobres, no pueden renunciar a hacerse visibles y concretos.

Pero esto, ahora lo sabemos, es no sólo tarea de alguno, sino de todos los miembros de la FdM; cada uno por su parte, cada uno con el modo específico de vivir y de obrar.

Podemos construir una "casa" común donde el encuentro entre religiosos y laicos ocurre en un terreno común: no de uno o de otro, no dónde la última palabra es de uno o de otro, sino dónde aquello que se construye es soñado, pensado, realizado, construido y administrado juntos y dónde todo, desde el principio, es fruto del trabajo y el empeño de todos.

Hasta que nosotros religiosos pidamos a los laicos de "entrar en nuestras obras" para administrarle, permaneceremos en la corresponsabilidad y, como testimonia la experiencia del CdO, viviremos siempre en una relación desequilibrada.

La comunión puede por tanto ser pensada y experimentada de diferentes modos, incluso hasta  realizarse contextos de "vida en común".

Pero antes es necesario que los diversos miembros de la FdM evalúen primero sus sueños y sus expectativas, confrontándolas y verificando si pueden pasar de un "sueño comunicado y compartido" a un "único sueño", un sueño de todos.

P. Mauro Busin

 
 

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